Obra de Franz Xaver Messerschmid |
Escultor adelantado a su tiempo, nació e 6 de febrero de 1736, en Weisensteig, pequeña localidad en el sur de Alemania, concretamente en la región alpina de Suabia que hoy forma parte de Baviera, la misma noche en la que el príncipe Eugenio Francisco, Príncipe de Saboya-Carignan, murió de pulmonía en Viena mientras dormía, después de haber estado jugando a las cartas buena parte de la noche con su vieja amiga, la Condesa de Batthyany.
Una vieja leyenda cuenta que un león que mantenía vivo en palacio murió, también, esa misma noche. El príncipe está enterrado en la capilla de honor de la Catedral vienesa de San Esteban.
Messerschmidt fue hijo de una familia de artesanos. Se crió en Munich, al lado de su tío, el escultor rococó, Johann Baptist Straub.
Inició sus estudios en la Academia de Bellas Artes de Viena, en 1755, la misma que, casi dos siglos después, rechazó el ingreso de Adolf Hitler. Después de finalizar sus estudios artísticos, comenzó su trayectoria como escultor barroco en la Corte de Viena. Franz fue muy solicitado para realizar numerosas obras para la Corte Imperial y la aristocracia.
Realizó, en 1770, el retrato de Franz Anton Mesmer, personaje que tuvo una gran influencia, según biógrafos del escultor, sobre el artista, ya que también era natural de Suabia, y fue el creador de la teoría del magnetismo animal, con la que intentaba curar a sus pacientes con la ingesta de hierro y usando después imanes para crear en ellos una “marea artificial”. Sus teorías, llamadas “mesmerismo” fueron el inicio del desarrollo de la hipnosis posteriormente.
Fue en estos años cuando inició la serie de los misteriosos bustos sobre expresiones faciales, a los que se dedicó el resto de su vida.
Optó a una cátedra, en la Academia de Bellas Artes de Viena y fue rechazado por los motivos que expuso el Primer Ministro, el conde Kaunitz, aduciendo que no era apto porque:“… Desde hace tres años viene padeciendo algún desorden en la cabeza que, aunque ahora ha remitido, permitiéndole trabajar como antes, sin embargo se manifiesta de vez en cuando en una imaginación no del todo cuerda”.
Messerschmidt, sintiéndose rechazado, abandona Viena y regresa a su pueblo natal y, después, marcha a Munich y, finalmente, se instala en Pressburg (actual Bratislava) en 1777, donde un hermano suyo trabajaba como escultor. Vive en una casa alejada del centro, donde permanecerá aislado los últimos años de su vida, dedicándose por completo a crear la serie de enigmáticos bustos de los que realizó 69.
Esa aludida enfermedad mental que sufrió, con pocos más de treinta años, paralizó su brillante carrera y lo condenó casi al ostracismo. Su dolencia parecía acentuarse con la edad y, en sus últimos doce años, entre 1771 y 1783, tuvo un comportamiento cada vez más huraño y excéntrico, encerrado en su casa, esculpiendo sus extraños bustos, y contándoles a sus escasos visitantes, entre el asombro y estupor de estos, los ataques nocturnos que sufría de demonios y espíritus que lo acosaban, especialmente, durante la noche.
Este artista había estado siempre interesado en cuestiones ocultistas, por lo que había sido visitante asiduo de los círculos esotéricos de Viena. Había llegado a creer que podía vencer a los demonios que lo asediaban esculpiendo esos bustos que expresaban muecas y gestos grotescos que él veía cuando se miraba en el espejo. De esta forma, él creía que podría estar a salvo de los demonios que lo atormentaban. Tanto su enfermedad mental, como sus creencias ocultistas fueron la inspiración de los 69 bustos que es cada uno de ellos una muestra singular de su talento creador. De los 69 bustos sólo se conservan 49, pero es un número suficiente para comprender que cada uno es una verdadera obra de arte que complementa a los otros de la misma serie, pero teniendo individualmente su propia singularidad y carácter que parece emanar de la humanidad que desprende la materia en la que está esculpido.
Todos estos bustos son únicos y singulares, esculpidos en una época que no era la que correspondía a su arte, ya que tienen un estilo moderno, heterodoxo, rompedor, para el tiempo en el que fueron creados, pero que superaron los límites que imponen los estilos, escuelas artísticas y las modas pasajeras, para convertirse en obras de arte que expresan algo que es intemporal, eterno, y que se refiere a la propia naturaleza del ser humano, a sus sentimientos, miedos, terrores, alegrías y todo lo que conforma la psique humana con sus demonios interiores.
Y esto lo hizo un artista que vivía en una cabaña, a finales del 1700, cercana a Wiesenstein, su pueblo natal de Austria, y alimentándose de la leche de una vaca y de la carne de unos corderos que le cuidaba el hijo de un vecino. El mismo hombre que rezaba a un alquimista de leyenda, Hermes Trismegisto, un mago del arcano culto de las pirámides que hablaba con espectros que le enseñan la proporción perfecta de las expresiones y gestos humanos, esos mismos que muestran las cabezas de Messerschmidt, algunas de ellos con expresiones grotescas, otras, enloquecidas y, a veces, dolorosas, pero no menos reales dentro de la expresividad humana. Muchas de esas esculturas fueron autorretratos.
Friedrich Nicolai, filósofo, editor e historiador austriaco, le visitó en su casa, en 1781, dos años antes de que muriera el artista. Después, lo describió como un hombre extraño que se daba pellizcos ante el espejo y hacía gestos grotescos con el fin de forzar sus facciones y gestos, para conseguir una inescrutable teoría de las proporciones que, según él, gobernaba el mundo. Messerschmid intentaba hallar afanosamente los 64 gestos primordiales.
Franz Xaver Messerschmidt había empezado a esculpir, en 1775, la primera de sus misteriosas cabezas, esas que parecen obras propias del siglo XX o XXI y no del siglo XVIII en el que fueron creadas. Fueron esculpidas en bronce, en plomo, en mármol o en alabastro, pero en todas se muestran las características de la modernidad artística, y con evidentes signos de expresionismo e hiperrealismo tan alejados de la época en los que fueron creadas. El escultor nunca vendió ninguno de esos bustos que lo acompañaron siempre mientras vivió, ofreciéndole su compañía, en compensación de otras ausencias más carnales y humanas.
Este artista parece haber querido realizar a través de lo exagerado, lo grotesco y lo patético, su propia aportación a la historia de la escultura a través de una reflexión sobre ciertos puntos que no habían sido investigados por otros artistas anteriores y más ortodoxos en sus creaciones. Quiso mostrar, como una imagen fija captada por un objetivo de una cámara, un instante en que el individuo muestra hasta el límite su capacidad de expresar emociones, todo llevado hasta un punto que ya no es posible traspasar. Lo grotesco aquí no es un deseo deformante del artista de la realidad que plasma, sino de expresarla en su más absoluta precisión plástica y que, muchas veces, raya lo grotesco. Y, al hacerlo, creó las 69 obras de arte que, según él, contemplaban las 64 expresiones diferentes de que es capaz el ser humano.
Cuando falleció, el 19 de agosto de 1783, a los 47 años, su hermano que, también, era escultor, fue quien halló cerca de 60 bustos de los que componen la extraña serie. Se expusieron, en 1794, en el Hospital de Viena. En el folleto de la exposición de las 49 obras que se conservaban, alguien anónimo, llamó a cada cabeza de forma personal y sarcástica, a fin de despertar el interés en el público con títulos tan poco artísticos y sí satíricos como El hombre que sufre de estreñimiento, El hipócrita y el calumniador, El hombre que bosteza...
Así se las sigue llamando hasta la actualidad. La colección perdió piezas en el siglo XIX durante una subasta en Viena. Fue en pleno siglo XX, en la primera veintena, cuando los artistas expresionistas vieron en esos bustos un adelanto sorprendente de su propio estilo. Ahora son piezas muy cotizadas entre los coleccionistas de todo el mundo, a pesar de que se siga desconociendo mucho de la personalidad de su autor, personaje un tanto estrambótico pero que ha dejado un legado artístico que las sucesivas generaciones han sabido valorar y apreciar en su importancia, fuera de todas las modas y tendencias, porque en esos misteriosos bustos se palpa la sinceridad y la pasión de su autor para llegar a dominar al “Espíritu de la proporción” que, según él manifestaba, lo atormentaba sin tregua.
Loco o cuerdo, Messerschmidt fue un artista incomprendido y rechazado en su tiempo al que la posteridad le ha hecho justicia.